jueves, 3 de diciembre de 2009

Mr. Say No More encontró su "símbolo de paz"...

Por: Rafael Veintimilla Aragundi


Quiero contarles una buena historia, la de un tipo que vivió la euforia, de ser parte del rock, siguiendo los pasos de Charly García. Parece la intro de Peperina, una de las célebres canciones del legendario rockero argentino de bigote bicolor. Pero no era aquella intro.
Más bien es una historia, la de un mortal común, uno que esperó muchos años para ver tan cerca a este genio.
Aquellos afiches suyos con la imagen de Mr. Say No More, algunos con cabello largo, otros con una figura enjuta y frágil al extremo, la colección de discos (ahora recopilados gracias a la tecnología del Mp3) y el tatuaje con el rostro de Charly en el brazo izquierdo, resultaron insignificantes.
Insignificantes ante la llegada del maestro, quien se ha caracterizado por una personalidad bipolar, ahora ¿domesticada? (para algunos, a punta de pildoritas, y para otros, simplemente es su voluntad de hallar su "símbolo de paz", tras haber tenido un "encuentro con el diablo", tal como dice el título de una de sus obras con Serú Girán).

Día uno:

Martes 24 de noviembre. Una de la tarde. La llegada de Charly se había regado como un polvorín para los verdaderos 'aliados' (así es como él llama a sus fans). La zona de arribos locales del aeropuerto José Joaquín de Olmedo empezó a llenarse de ellos, algunos con posters, otros con camisetas para identificarse con su ídolo...y ¡claro!m los infaltables discos para conseguir alguna firmita de Charly. Y eran los de carátulas originales, los de vinil, los ochenteros de Clics Modernos o Piano Bar.
Entre el ejército Say No More se mezclaban algunos 'peperinos' (pero no los criticones). Eran los que luchaban contra sus demonios internos. Una pelea interna tipo "to be or not to be" (entiéndase como la destrucción del leguanje 'shakespeariano', eso de ser fan o periodista, o no serlo, he ahí la cuestión). Y el fan interno le ganó por goleada al tipo de la buena historia, y sus libretines quedaron en el bolsillo.
La experiencia, la euforia de ser parte del rock, entraba de a poco por la retina, directo a la memoria eterna. No hacía falta el bolígrafo para registrar lo que parecía más que obvio.
A las dos y cuarto, la ansiedad se convirtió en una histeria colectiva, una beatlemaníaca. Pero fue fugaz. Era Charly que se había asomado de cuerpo entero por la zona de migración. Era una probadita. Quería comprobar aquella expectativa que le habían contado de pisar por vez primera Guayaquil.
- ¿Ellos son mis fans?
Eso parecía preguntarse. No hacía falta comprobarlo. Su rostro lo decía todo, quizá era más evidente que la expresión 'dream come true' de los 'aliados' guayaquileños.
Juan Carlos Castillo, el coordinador de prensa para los conciertos de Charly en Quito y Guayaquil, apareció con indicaciones frescas para evitar contratiempos.
El ejército Say No More aguardaba con sus cámaras como si fuesen carabineros en sus trincheras. Con la mira de francotiradores. Listos para disparar los flashes.
Había aparente orden, al menos hasta las dos y media en que Kiuge Hayashida apareció con su guitarra dentro del estuche. Junto con él iba el bajista Carlos González, quien lucía una gorra al estilo del Chompiras (el bonachón y torpe ratero, creado por Chespirito) para cubrir la amplitud de su frente, o más bien su creciente calvicie.
Pasaron entre la gente como pasajeros comunes, la mayoría no entendió de que eran dos de los músicos que ahora acompañan a Charly (los que hace 10 años el genio conoció en un bar, luego de verlos tocar y decir de un arrebato "los quiero tener en mi banda").
Un minuto después, los chorros del Negro García López (uno de los históricos guitarristas del rock argentino por su paso por Zas, La Torre y otros grupos) presagiaban la aparición definitiva del genio bicolor.
Charly se mezclaba entre la gente a unos metros del Negro. Mr. Say No More caminaba junto con la pelirroja Hilda Lizarazu, la mismita ex líder de Man Ray (nombre que tomó del famoso cronista gráfico estadounidense que la influenció para su otra pasión: la fotografía).
También iba "El Zorrito" Fabián Quintiero, el mismito que en los noventa conducía Gustock para MTV Latino (aquel programa que combinaba lo gourmet con la música).
El Negro, Hilda y el Zorrito, quien lucía semejante a Johnny Depp (o más bien a su personaje Jack Sparrow) ya habían estado en Ecuador hace 20 años. Fue para el concierto del extinto recinto quiteño La Chorrera.
Charly saludó al público. Hizo cuernos con sus dedos. Se detuvo medio minuto para los flashes que se estrellaron como ráfagas contra su ahora lozano y cachetón rostro.
Fernando Szerezesky, su ahora inseparable mánager, se lo llevó de inmediato hacia un auto Terracán que lo aguardaba afuera del aeropuerto. Detrás de él iban los 'aliados' como un enjambre de abejas rumbo al panal. Todos detrás de él, como si fuesen los roedores detrás del flautista de Hammelín.
El Zorrito era el único que no se había embarcado. Los fans lo habían 'secuestrado' por unos segundos. Y claro, no podía negarse. ¿Qué eran unos segundos más con la gente?
Cuarto para las tres de la tarde. La euforia en la zona de arribos se había evaporado. Más bien tuvo su letargo. Se trasladó hasta el hotel Hilton Colón.
Ahí, luego de almorzar, el equipo técnico y de músicos prefirió el placer de la piscina y un partido de waterpolo. Charly optó por verlos desde una silla dormilona, vestido con shorts y camiseta blanca con rayas negras.
No aguantó más el calor y se metió a la pileta. Se tomó fotos con su gente. Salió con rumbo hacia el ascensor que debía conducirlo a su habitación.
- Charly, ¿podemos tomarnos una foto?, era la pregunta en el camino,
- ¿Cuál es la canción que más te gusta de Los Beatles?, la otra inquietud, quizás menos tímida que la anterior.
- Todas, ellos tienen canciones muy buenas.
Fue la respuesta amable de un Charly irreconocible, uno que hizo gastar mares de tinta por sus escándalos, puñetazos, escupitajos y demás reacciones iracundas contra quienes tuvieran la mala suerte de cruzarse en su camino, claro mientras estaba bajo los efectos de quién sabe qué.
- ¡Me dirigió la palabra!
No podía creerlo aquel fan, que hizo guardia desde antes que su ídolo pisara suelo guayaquileño.
Hubo descanso, hasta la noche.
A las ocho de la noche. Un Charly aún más relajado y vestido con un sueter negro, pantalón gris y zapatos blancos como si los hubiese comprado recién en Marathon Sports o en la casa Adidas, permanecía sentado en las gradas de la minitribuna que tiene la Academia de Fútbol Alfaro Moreno. En la verde cancha sintética jugaban los músicos y técnicos contra los entrenadores de la academia, más Carlos Alfaro Moreno, el dueño del lugar y ex futbolista argentino.
Charly cruzaba la pierna izquierda sobre la derecha. A ratos las abría y apoyaba sus largos dedos sobre sus muslos como si tuviese un teclado. A ratos encendía un cigarrillo y lo tenía a medio fumar. Apenas disfrutaba de un par de bocanadas y lo dejaba consumir entre sus prodigiosos dedos, esos que han sacado melodías como A los jóvenes de ayer, Viernes 3AM, Seminare, De mí, Adela en el carrusel y otras.
El partido no era el mejor para la gente de Charly. Había perdido 8-2. Y qué importaba, el genio estaba presente y el tipo de la buena historia. Y este último se encuentra con Alfaro Moreno. Son amigos.
- Charly, te presento a un viejo amigo mío. Él es periodista, pero de los respetuosos. Hoy vino como fan. Mirále el look, se dejó el bigote como vos y tiene tu rostro tatuado en su brazo izquierdo.
El rockero argentino no puede creer semejante fanatismo. Suelta una expresión de asombro. Sonríe y lleva sus manos al rostro y al pecho como diciéndose "no puede ser".
Y Charly llama al tipo del tatuaje, al de la buena historia. Extiende su larguirucho brazo. El fan se sienta junto con él en la misma grada.
- ¿Podemos tomarnos una foto?
- Bueno
- No quiero molestar, pero ¿me firmas la camiseta?
- Claro.
El bicolor toma un grueso marcador azul con su mano izquierda y estampa su nombre en la espalda de la camiseta.
- La útima, ¿me firmas un disco? (pregunta con el temor de esperar una grosería al estilo del antiguo Charly)
No hubo agresión, la amabilidad emergió, una todavía difícil de asimilar, de bancarse.
- Bueno.
Charly se levantó abrazó y besó la mejilla de Alfaro Moreno. Se tomó una foto con el equipo. Sonrió con un gozo que posiblemente ni él mismo puede describir. Se fue, a las nueve de la noche. Había otro sitio que lo aguardaba.
Aún era martes. Diez de la noche. Charly y compañía estaba en Recoleta, un bar restaurante de Urdesa, al norte de la ciudad.
Allí cenaron todos. Hubo uno que otro trago para todos, menos para Charly. Ya no era el mismo que disfrutaba del whisky. Los fans también estaban ahí con un Charly a la interperie.

Día dos:

Miércoles 25. Shopping, un picadito de water polo (uno que le dejó un parchesito en la nariz al Zorrito Quintiero) y algo más de rutina en el Hilton. La banda debía ¿descansar? hasta las ocho de la noche.
A esa hora, la cita era en el estadio Alberto Spencer para el ensayo final. Los aliados y los periodistas-fans, llegaron antes de lo previsto y entraron por la puerta trasera del estadio. La iniciativa de tener público en la prueba de sonido era del mismo Charly. Un gesto difícil de creer.
Juan Carlos Castillo nuevamente ofreció las indicaciones del caso.
- Los fans a la izquierda, los periodistas a la derecha. Charly hablará un par de minutos, les agradecerá su presencia y será todo. Después, ustedes deben irse...
Y así fue. Charly se sentó frente al pesado piano de cola y soltó una joyita que estaba fuera del libreto, fuera del set list preparado para el día siguiente.
- Hablamos al pasar/ acerca de alguien que conozco bien..., fue el estribillo sorpresa.
Charly soltaba esa perlita, acompañado por las notas del piano. Hilda hacía lo suyo, con una voz dulce. Era Perro andaluz, un souvenir para esos elegidos que estuvieron en la prueba de sonido. Un regalito de la era Serú Girán..
Lo siguiente sí era lo programado. El amor espera, No soy un extraño y un montón más, pero ya sin público (al menos ya no estaba permitido).
Y claro, el tipo de la buena historia no podía faltar a semejante cita. Con periódicos en mano con las crónicas de Charly para regarlos, subió al escenario, claro con la autorización de Szerezevsky, el mánager.
- Solo vos te podés quedar
Y el tipo se quedó por un rato, junto con el Negro.
- Che, no te olvides de los diarios que me ofreciste, dice.
El privilegiado de la historia debía hacer fila con los demás para recibir el pase (ese preciado tesorito, comparable con las reliquias que busca Indiana Jones en sus filmes) para el concierto formal del día siguiente.
Entre los fans estaban algunos músicos reconocidos de la urbe como los hermanos Juan Carlos y Antonio Vergara quienes entablaron amistad con Kiuge y González.
La noche terminó para Charly, pero Kiuge y González fueron sus representantes en la calle, en Vipers, una sala de ensayo en Sauces 2. Ahí la noche fue larga, entre canciones, tragos y algún otro estímulo (de esos que usted sabe).

Día 3:

Jueves 26 de noviembre. La joda había pasado factura para los músicos (al menos para parte de la banda). Charly había amanecido bien, con buen humor.
No se supo mucho de ellos, salvo la rutina de hotel, hasta la noche.
A las siete de la noche, el estadio lucía semivacío. Gélidas gradas eran mudos testigos de lo que vendría. Una hora después, la hora señalada para el show, el bullicio aumentó con unos cuántos fans. Eran tres mil en un aforo adaptado para 20 mil. Eran los tres mil que necesitaba Charly para tocar, mientras Szerezesvky se mezclaba entre la gente para probar la expectativa.
- Uh, no viene más gente. Esto tiene que empezar ya o se arma un quilombo, decía Szerezesvky.
A las ocho y cuarenta de la noche, sin mayor preámbulo, Charly apareció con un sobrio saco gris, jeans y camisa negra por fuera, más zapatos de suela. Se sentó al piano y aplastó con furia las teclas para El amor espera. El show empezó (la gente no podía "esperar más").
No soy un extraño fue la siguiente. Luego se levantó y dirigió al centro del escenario.
- ¿Quieren rock?
- Siiiiiiii..!!!
Era la unísona y respuesta obvia.
- Bueno, ahí les va un rock
Y fue un rock. Hilda, vestida con un traje verde esmeralda y malla negra que ajustaba sus contorneadas piernas, empezó a batir la pandereta roja, a moverse de un lado a otro, como una fiera enjaulada.
Kiuge sacó su primer solo, pero el Negro no se quedaba atrás. Llevaba su guitarra contra su nuca, al estilo Angus Young, de AC/DC.
El Zorrito, aún más parecido a Sparrow con un pañolón en la frente y con una desabotonada chaqueta de color blanco inmaculado, empezó a bailar desenfrenadamente, casi al borde del precipicio (sí caía, las féminas lo devoraban).
Era Cerca de la revolución. Y la de abajo, era otra revolución, no la ciudadana, pero si la "charlyana".
Charly bailaba. Movía coquetamente sus caderas de izquierda a derecha. Movía sus brazos, aleteaba. Iba y venía del piano. Dirigía a la banda como si fuese una orquesta sinfónica (como la de 25 músicos que acompañó a Serú Girán en su infructuoso debut hace 31 años).
Chipi chipi, Demoliendo hoteles (con edificios derrumbándose al fondo en una pantalla gigante), Adela en el carrusel (con los caballitos de madera como marco), La sal no sala, Nos siguen pegando abajo, Me siento mucho mejor, Rezo por vos (en la que juntó sus manos para simular una oración), No me dejan salir, Símbolo de paz (que tuvo percusión de congas con Kiuge, más el bailecito y persecusión entre Charly e Hilda) y más.
Y no todo fue del Charly solista. Hubo un eslaboncito de la cadena Serú: Llorando en el espejo.
El genio amagó con irse dos veces. La primera, en la que dejó No voy en tren, a la mitad. Fue como el antiguo Charly, ese que dejaba inconclusos sus conciertos y que se convertía en una especie de lotería topárselo de buen humor. O era abandono, o eran tres horas de show.
Lo que hizo en No voy en tres era parte del show (o quizás para no olvidarse que son reacciones que forman "parte de la religión", la de Charly).
No era el genio malhumorado. Era uno sobrio, como un sacerdote en domingo, listo para ofrecer su misa matinal.
Regresó luego de cinco minutos con Deberías saber por qué, la que promociona como su regreso.
Se fue de nuevo. Volvió con la contundente No toquen y Rock and Roll y yo.
- Chau, dijo el bicolor.
A las diez y media no hubo más show, al menos en el estadio.
La siguiente misión entre la multitud era adivinar dónde sería el after party.
- Está en Diva Nicotina, pasa la bola, vamos todos para allá...
Ese fue el informe final, de celular en celular, tras indagar a los amigos cercanos por esa vía. Parecía un secreto de estado que se volvió vox populi.
Y era verdad. A la medianoche, los que tuvieron la suerte de estar en el bar, del cerro Santa Ana, antes que Charly, se quedaron adentro. Los que no, quedaron afuera. Aunque no faltaron las excepciones, según los méritos. Hubo unos cuantos elegidos como si se tratara de entrar a la legendaria discoteca Studio 54 en la década del setenta.
- Tu sí puedes entrar, tu no. No hay chance pana...
Llegó el tipo de la buena historia.
- Necesito entrar.
- No se puede, está lleno.
Los músicos de Charly empezaban a tocar en el bar. El genio permanecía en el segundo piso.
- ¿Aló? ¿Juan Carlos? Por favor, necesito que me hagan pasar a Diva...
Juan Carlos y Szerezesvky aparecieron y el tipo de la buena historia entró al bar. ¿Suerte de privilegiado? Avanzó hasta el baño y se topó en el camino con Hilda. La abrazó y la besó como si fuese su novia. Ella lo tomó bien y subió con Charly.
El tipo de la buena historia avanzó al borde de la tarima y cantó para sí mismo, mientras la banda tocaba El Blues de Santa Fe, de Pappo; Seminare, de Serú, Satisfaction o Miss you, de Los Rolling Stones.
El Zorrito charlaba con la gente como si fuesen sus amigos de toda la vida o como si estuviera atendiendo el bar que tiene en Las Cañitas (Buenos Aires). El Negro hacía lo mismo con quien se topaba.
- ¿Es tu novia? Qué lindos ojos tenés, nena. Che, está linda tu amiga, ¿me la presentás?, decía con humor el ensortijado guitarrista que lucía pantalones rojos.
A la una y media de la mañana, todos pedían que Charly bajara un ratito al escenario. Él gesticulaba con sus manos. Decía que lo haría en cinco minutos. Y lo hizo.
Su figura de 1,94 metros de estatura se levantó del asiento y bajó en medio de un cordón de seguridad que impuso su 'staff' para cuidar su integridad.
Charly estaba en el escenario. Se sentó frente al piano que estaba contra la pared y soltó las primeras notas de Confesiones de invierno, una de la nostálgica Sui Géneris, de los lejanos setenta.
- Me echó de su cuarto gritándome..., cantaba Charly, mientras algunos fans nerviosos pedían a los demás que callaran para no espantar a Mr. Say No More.
A Charly no le importaba y seguía:
- No tienes profesión...
Callaba y alentaba a la gente para que completara la siguiente frase.
- Tuve que enfrentarme a mi condición, respondía la gente como si se tratara de rendir una lección para el colegio ante el maestro Charly. Y "todo estaba muy si sabía la lección" (pero no la de hsitoria, de inglés, ni de amor, sino la del genio bicolor).
- Perdonen por tocar de espaldas a ustedes, es que pusieron el piano así.
Charly se justificó. Terminó la canción, se levantó, se apoyó de los hombros de la gente de su 'staff' y se fue a la una y cuarenta de la madrugada.
El resto de músicos lo siguió al rato. Charly dejó su huella, su joyita, un lujito. Se fue y el tipo de la buena historia, también, ese que fue parte del rock, siguiéndole los pasos a Charly García. Y Mr. say no more interpretó solo una canción en Diva, ¿para qué más?